UNA REFLEXIÓN - A REFLECTION

A veces uno escribe sin saber exactamente de qué está escribiendo. Cree que está contando una historia, y en realidad está regresando a un lugar de la memoria que necesitaba ser visitado. Con los años he comprendido que Los años dorados no nació de un argumento, sino de una nostalgia: esa forma de ternura que sentimos hacia lo que ya no puede repetirse.

Durante mucho tiempo pensé que la novela hablaba del exilio, del regreso, de la familia. Pero a medida que la iba escribiendo, me di cuenta de que en el fondo trataba de reconciliarse con el tiempo, de aceptar su paso sin que eso significara derrota. Porque el tiempo, cuando se le observa con calma, no es un ladrón: es un maestro que enseña con paciencia.

Siempre me ha fascinado esa forma británica de contener la emoción, de sugerirla sin exponerla, de confiar en que el silencio puede decirlo todo. Tal vez por eso me siento tan cercano a autores como Elizabeth Bowen o Rosamond Lehmann: ambos sabían que los grandes sentimientos necesitan espacio, no gritos. En el fondo, mi “anglofilia” no tiene tanto que ver con la geografía como con esa ética de la discreción emocional que tan bien entendieron los narradores ingleses del siglo XX.

Sin embargo, también hay algo profundamente mediterráneo en Los años dorados: la luz, el olor a sal, la conversación interrumpida por una sonrisa, la ternura que se esconde en lo cotidiano. Quizá la novela sea el intento de tender un puente entre esos dos mundos: la contención británica y la exuberancia del sur; la memoria insular y la melancolía de quienes siempre están volviendo.

Si algo he aprendido escribiendo Los años dorados es que la literatura no repara el pasado, pero puede mirarlo con compasión. Y que, a veces, eso basta.Porque, al final, de eso trata todo esto.

De mirar atrás, sonreír y comprender que el tiempo, si uno sabe escucharlo, no nos roba: nos enseña a mirar con más ternura.

Juan Jesús Ladrón de Guevara

Sometimes one writes without really knowing what one is writing about. You think you are telling a story, when in fact you are returning to a place in memory that needed to be revisited. Over the years, I have come to understand that The Golden Years was not born from a plot, but from a nostalgia: that tender feeling we have for what can never happen again.

For a long time, I believed the novel was about exile, homecoming, or family. Yet as I wrote it, I realised that, at its heart, it was about coming to terms with time, about accepting its passage without seeing it as a defeat. Because time, when observed calmly, is not a thief: it is a teacher that instructs with patience.

I have always been fascinated by that British way of restraining emotion, of suggesting it rather than laying it bare, of trusting that silence can speak for itself. Perhaps that is why I feel so close to authors such as Elizabeth Bowen or Rosamond Lehmann: both knew that deep feelings require space, not loud declarations. At bottom, my “Anglophilia” has less to do with geography than with that ethic of emotional discretion so well understood by twentieth-century English novelists.

Yet there is also something profoundly Mediterranean in The Golden Years: the light, the scent of salt, a conversation interrupted by a smile, the tenderness hidden in everyday life. Perhaps the novel is an attempt to build a bridge between these two worlds: British restraint and southern exuberance; island memory and the melancholy of those who are forever returning.

If I have learned anything from writing The Golden Years, it is that literature cannot repair the past, but it can look upon it with compassion. And sometimes, that is enough. Because, in the end, that is what it is all about.

Looking back, smiling, and understanding that time, if one knows how to listen to it, does not rob us: it teaches us to see with greater tenderness.

Juan Jesús Ladrón de Guevara