LA INFUSIÓN DEL ALMA: EL TÉ COMO EXPRESIÓN DE ANGLOFILIA Y COLECCIONISMO.

 


En el vasto repertorio de signos que componen la anglofilia, pocos son tan evocadores, íntimos y simbólicamente fértiles como el té. No se trata simplemente de una bebida: el té es rito, pausa, refugio, conversación, y en ciertos casos —como el de quien escribe estas líneas— una forma de pertenencia estética y espiritual. En mi caso, el té no es sólo una costumbre adoptada; es una declaración de afinidad electiva con una cultura que ha sabido convertir lo cotidiano en ceremonia.

Mi afición por coleccionar teteras no nació de la necesidad funcional, sino de una pulsión estética y narrativa. Cada tetera que habita mi casa es una cápsula de tiempo, un personaje silencioso, una miniatura de civilización. Las hay de porcelana victoriana, de loza escocesa, de hierro japonés con alma británica. Algunas fueron halladas en mercadillos de Algeciras, otras en tiendas de loza en Sevilla o negocios de souvenirs de Gibraltar y Londres. Todas comparten una cualidad: la capacidad de convocar atmósferas.

El libro de cuentos *EL COLECCIONISTA DE TETERAS fue inspirado por esta colección, y por la idea de que cada tetera puede contener no sólo té, sino memoria, deseo, y ficción. En él, los personajes no beben té: lo habitan.

Desde Jane Austen hasta Virginia Woolf, el té ha sido un recurso narrativo, un espacio de transición, una forma de marcar el tiempo emocional. En Mrs Dalloway, el té es el umbral entre lo público y lo privado. En Brideshead Revisited, es el gesto que separa la vulgaridad del mundo moderno de la elegancia perdida. En mi escritura, el té aparece como un signo de resistencia íntima: una forma de decir “aquí estoy”, incluso cuando el mundo exige velocidad.

Coleccionar teteras es, en cierto modo, practicar una genealogía simbólica. Cada tetera tiene un linaje: fue fabricada en un contexto, usada por manos desconocidas, transmitida o abandonada. Al incorporarla a mi colección, le otorgo una nueva filiación. Es un acto de adopción estética, pero también de reescritura. Algunas tienen grietas que no reparo: las considero cicatrices narrativas.

Mi anglofilia no es una imitación servil ni una nostalgia colonial. Es una forma de afinidad crítica, de reconocimiento en ciertos valores: la cortesía sin afectación, el humor seco, la capacidad de convertir lo ordinario en extraordinario. El té, en este sentido, es una forma de resistencia contra la vulgaridad del café rápido, del vaso de plástico, del ruido sin pausa.

En mi casa, las teteras no se guardan: se exhiben, se rotan, se contemplan. Algunas tienen nombre. Otras tienen voz, aunque sólo yo la escuche. Cuando escribo, suelo tener una tetera cerca, como si su presencia templara el ritmo de las frases. No es superstición: es compañía.

(*) El libro “El Coleccionista de Teteras”, publicado por EditorialCírculoRojo (ISBN 978-84-1189-697-9) y con una extensión de 240 páginas, ofrece una colección de relatos en los que las teteras pasan de ser simples recipientes a símbolos de pasiones humanas, explorando relaciones complejas —“desde amores imposibles hasta desencuentros inevitables”—, y la magia que surge en lo cotidiano.

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